martes, octubre 16, 2007

Adiós a las Balenciaga

"Cuando sé que tengo la culpa, no me lo perdono" dijo alguien al pasar, en el subte. Amar es nunca tener que pedir perdón. Sin embargo, pido perdón por haberme enojado con ellas esta mañana, cuando se salieron del estuche, exponiéndose a los potenciales agresores que en el fondo de mi maxibolso se repartían entre llaves y lapiceras. Cuidadosamente en ese momento, volví a ponerlas en su improvisado estuche como se guarda a un niño frente a los agresores externos, creyendo que así no abandonarán jamás el espacio de nuestro abrazo protector.

Heredadas; una reliquia de esas que se atesoran no por su mero valor estético o el poder de la marca, sino por la carga afectiva que se les adjudica. Que fueron de mi abuela o de mi tía, que la primera las compró en París para regalárselas a la segunda, y que -veinte años después- tras revolver cajones de trastos viejos, llegaron finalmente a mis manos cual si me fuese legada la tarea de escribir una página más en su historia. Cada vez que portaba las "vintage" Balenciaga, reconstruía la historia familiar, acrecentando el mito, volviéndome una voz más en esa melodía coral que componen los lazos familiares. Porque esas gafas, en su línea sucesoria, hermanaban la biografía de mi tía y mi abuela con la mía. Porque así como en la composición genética de nuestros rostros el considerable ancho de nuestras frentes es una marca que nos liga, nuestra afección por estos artículos de colección sella definitivamente el vínculo que se extiende más allá de lo sanguíneo.

Cuando esta tarde, buscando cualquier otra cosa, manotée al interior del bolso y encontré el estuche vacío, sin rastros de mis Balenciaga, se me anudó la garganta. Dios mío, por qué me han abandonado, pensé. Cegada por una angustia incontenible, busqué una y otra vez, al borde de las lágrimas, hasta darme por vencida.

Asumir la pérdida de lo material como la cristalización de lo que inevitablemente se pierde en una familia con el paso de los años. Porque las distancias que nos separan, en complicidad con la geografía, suelen alejarnos del entramado que nos dio origen, y uno se cree tan distinto -tan ajeno- que portar una simbólica insignia familiar es la proximidad más aprehensible con aquellos a quienes hemos abandonado en el camino. No duele perder una combinación de acrílico y cristal adquirida allá en la Europa de los ochenta. Lo que duele, entonces, es perder eso que muchas veces es denominado peyorativamente como simple "anécdota". En mi caso, el poder de la anécdota significaba que, cada vez que fuese interrogada por el origen de las gafas en cuestión, se me presentase la oportunidad de evocar a aquellas extraordinarias y queridas mujeres que me precedieron en su uso. Al fin y al cabo, lo que verdaderamente duele es que, por un descuido absurdo, nuestras vidas ya no estén empalmadas por ese objeto de colección, objeto de una belleza inapreciable ante los ojos de quienes desconocían su pasado.

Todavía tengo la suerte de tener un segundo par, archivado en un cajón. Será cuestión de reemplazar los cristales -un tanto deteriorados por la humedad, el tiempo- y empezar de nuevo. Se les parecen bastante, pero no son las mismas. Nosotras, tampoco. Cuando sé que tengo la culpa, no me lo perdono. Tristes, tristísimas noches.

3 comentarios:

Mr. John Steed dijo...

VÓTEME

Virginia dijo...

la acompaño en el sentimiento, no sabe ud cuanto!

yo he sido más de abrigos de la abuela y de bolsos de cuero de la tía... entre la humedad y las polillas no he tenido más que sinsabores.

buenísima la descripción que hace que un objeto se convierta en rama de un árbol genealógico.
le has puesto palabras a muchos sentimientos, gracias!

Milita dijo...

Sabe Dios cuánto las extraño... perderlas justo en primavera. Gracias a usted por las palabras. Saludos.