martes, septiembre 21, 2010

Me extraña araña

El relato que uno hace de sí mismo frente a terceros es lo más parecido a aquello que se entiende por Historia Oficial. Todos somos historiadores oficiales de la propia existencia en algún momento de nuestras vidas. A la hora de conocer a alguien, de presentarnos, de explicar el porqué de una situación recurrente.

Usualmente, el método de construcción de dicho relato ficcional consiste en la concatenación de anécdotas milimétricamente seleccionadas, omitidas y/o distorsionadas con el objeto de proveer una determinada imagen de sí que contemple el contexto y, por sobre todas las cosas, al interlocutor participante de dicho contexto. El registro en el cual se ubiquen las anécdotas autorreferenciales dependerá, en mayor medida, de los efectos que el locutor se proponga obtener sobre los destinatarios del relato, efectos que siempre se verán asediados por los matices de una comunicación imperfecta o por el buen juicio de un interlocutor astuto a la hora de reconocer la artimaña.

Otras veces, seremos nous-mêmes los autores y receptores de dicho relato, tratando arduamente de deglutir la e-true-hollywood-story que supimos construir sobre nuestro pasado reciente. Ahí, señores, ahí nos enfrentaremos a la difícil tarea de juzgar la propia experiencia, viéndonos siempre tentados a desmentir aquello que se nos presenta, simplemente porque la lente revisionista habilita nuevas perspectivas o, más bien, las demanda. "Eso no fue tan así", "en realidad no estaba tan... si pienso en esa vez que...". Y nos contaremos un cuento en el que la secuencia anecdótica A, B, C será reemplazada por i, ii, iii, y así sucesivamente, según la visión sobre el hecho que mejor nos siente. El caso es que, ya se trate de un interlocutor externo, de nosotros mismos o de la almohada, contar una historia es, concretamente, lo más parecido a vender un producto. El packaging y la etiqueta enseñan parte de los ingredientes que lo componen y apelan a la seducción del consumidor mientras que, una vez consumido, el aftertaste se revela algo amargo, metálico y los restos de almendra parecen más bien ser de maní.

Omitimos imágenes que, a la larga, saltan cual diapositiva mal encajada, revelándonos la futilidad del relato. Creemos que algunos episodios de la primera infancia o de la adolescencia tienen un destino irreversible y, sin embargo, tratamos de ocultarlos con esmero. Nada grave, sólo pequeñas cosas que necesitamos dejar de lado para avanzar en la trama. Borrarlas con la sutileza de un orfebre, para encontrarnos, de repente, haciendo cosas que nos remiten a ese pasado borrascoso. La gestualidad del cuerpo nos delata cada vez que perdemos la calma.

Otrora grandes arquitectos de producto, bien sabemos que somos ahí donde no construímos.

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