Veintitrés
Lo que entra, lo que sale. El stock. El stock que no se vende, las acciones que bajan. No gusto de los balances, no. Es que, a fin de cuentas, es un año más. Uno año más, que pesa por lo que no se hizo antes. Cuánto se tuvo que esperar para, cuánto se tuvo que dejar para, y cuanto quedará después de ese "para...", el año siguiente. De haber llevado la contabilidad con rigurosa precisión, hubiérame declarado en bancarrota hace tiempo. En el fondo, un cierto goce en ser la que pierde, mas no abandona la empresa ni aún vencida.
Y de repente, un día, divisamos la oportunidad. O ni siquiera. La inventamos. Revestida del eterno anhelo de tirar todo por la borda e irse muy lejos -a la mierda, en lo posible-. Escudados detrás de la idea de que aquello "nos va a salvar" de la mísera existencia que nos ha tocado en suerte. Como si pudiera uno empezar de nuevo. Borrón y cuenta nueva. Sabe Dios, que ni la AFIP lo permitiría.
Y de repente, un día, dejamos de creer en esas cosas. Imbuídos por una pulsión nihilista, están quienes eligen definitivamente hacerse mierda, volviéndose polvo. No conformes con ser un montón de partículas alguna vez orgánicas, estamos quienes preferimos aferrarnos a lo mínimo con la esperanza de que, cuando nos toque inexorablemente ser polvo, podamos jactarnos de habernos echado unos cuantos.
Vivir de las pequeñas cosas no es mediocridad, sino "talento para la vida", según mi padre. Y cuando verdaderamente se aprende a disfrutarlas, el liliputiense que llevamos dentro hace que todo aquello parezca magnánimo.
Así se siente, tener veintitrés. Buenas tardes.