martes, diciembre 02, 2008

Funny Face*

L. dice que necesita recuperar su cinismo y, entonces, me visita. Nos sentamos en el living. Revuelve dentro de su cartera y saca dos o tres películas que acaba de adquirir gracias al copiado pirata en serie (que ahora ha sido terciarizado, e incluye entrega a domicilio). Hay cuatro opciones. Al ser interpelada, las reduzco a dos. Hannah y sus hermanas, o La Cenicienta en París. Sé que prefiero la de Allen, pero aún así dejo que L. me cuente de qué trata la otra. "Es con Audrey, bla....". Ilusa, me la confundo con esa película de Audrey Hepburn en la que trabaja Gregory Peck, donde ella es una princesa europea que quiere conocer el mundo tal cual es, y el es un periodista norteamericano que se encarga de mostrarselo a la -siempre sobrevaluada- manera americana. Si hubiera hecho un pequeñísimo esfuerzo mental, tal vez me habría ahorrado el mal trago, recordando a tiempo que aquella película transcurría en Roma y no en París. Mas no.
Comienza la película y noto que el technicolor escandaloso que ostenta no es el adorable blanquinegro de Roman Holiday. "Evidentemente, es otra película", me digo. Lo cual confirmo frente a la ausencia del señor Peck en los títulos iniciales. Todavía no me había asustado del todo, hasta el momento en que, a los cinco minutos de haber empezado la película, hay un número musical. Detesto los musicales. Tolero algunos (Laberinto, por encima de cualquiera). L. festeja, ama los musicales. Escena siguiente, aparece en cuadro un ya cincuentón Fred Astaire. Eso me basta para dictaminar que la película será muy mala, y decido acurrucarme en el sillón para dormitar un rato. Antes de que empiece a conciliar el sueño, aparece Audrey. Y canta. Muy mal, canta. "No entiendo por qué no la doblaron, como hiceron en Mi Bella Dama", objeto, entrecerrando los ojos. Es sabido que Audrey era divina pero cantaba para el culo. En fin. Sin ganas de luchar contra la gravedad de mis párpados para apreciar ese bodrio, me duermo. Para ese entonces, L. también había notado que la película era decadente, y decide pararla para hacerse un café. Me despierto, y ella me avisa que va a pausarla un rato. Acuso un sueño terrible, para disculparme por la breve siesta. "No te preocupes, amiga, no te perdiste nada. No la paremos, mejor. Nos vamos a la cocina a tomar un café, y la dejamos correr...". La culpa de dejar una película por la mitad. Cuando volvemos, Fred está bailando con una manta roja en las manos. "No entiendo, porque baila como torero si está en París...", señalo. Hubo una época donde Encarta no llegaba a los estudios hollywoodenses. Finalmente, después de soportar los cuarenta minutos restantes, los vemos a Audrey -librera devenida en modelo- y a Fred -fotógrafo-de-modas ultramujeriego devenido en hombre-enamorado-de-una-intelectual- partiendo en una pequeña balsa, por un arroyo que bordea los jardines de un castillo medieval. La postal es edulcorada como el resto de la película, y con L. nos alegramos de que la tortura haya llegado a su fin.
A veces pienso, que si Fred Astaire no hubiera existido, nos habríamos librado de toda esa cadena de números de baile que hoy termina en las ensalzadas coreografías de Justin Timberlake. Y que, si Audrey tampoco hubiera existido (aunque la quiero un poco más que a Fred), Holly Golightly seguiría siendo tan genial y promiscua como lo fue en mi cabeza. Buenas tardes.

*Título original de La Cenicienta en París, Stanley Donen, 1957.

2 comentarios:

LeRoi dijo...

Dos cosas demasiados ciertas:

- Odio los musicales, tambien.

- Y el espantapajaros de cuelo infinito, cago uno de los mejores personajes femeninos de la literatura nortemericana del siglo XX.

Me gusta cuando estas en conchuda.

Milita dijo...

Que suerte, porque estar en conchuda -casi podría decirse que- es mi estado natural...

Pero, you've got to hide your love away. Y así, termina una disfrazando la conchudez.