miércoles, diciembre 17, 2008

The girl in-between

Luisa (Maribel Verdú) selecciona una canción en la rockola. El one-hit-wonder Marco Antonio Solís suena en el barsucho de mala muerte, convirtiéndolo, nota a nota, en un paraíso orgiástico. Arqueando sus caderas de lado a lado al compás de la música, la mujer-serpiente, fruta-prohibida, invita a Julio (Gael García Bernal) y Tenoch (Diego Luna) a bailar a su lado. Los jóvenes de hormonas recalcitrantes se prenden al cuerpo danzante de Luisa como pan de sandwich, uno a cada lado. En la escena siguiente, los tres se encuentran en la habitación en la que se hospedan. Tenoch comienza a besar a Luisa, mientras Julio los observa, sentado en la cama. Sin separar sus bocas, los primeros se acercan a la cama, y Julio se une al juego. Nuevamente, Luisa se interpone entre ambos. La rodean. Respiran en su nuca. La besan. Sin detener el juego, la mujer disputada a lo largo del film, se sale de la coreogorafía tríptica (sale hacia abajo de cuadro, agachándose, bajando, para masturbar a ambos al mismo tiempo) dejando a Julio y Tenoch frente a frente. Los amigos se miran, y comienzan a besarse. El resto es historia. La película es olvidable, pero aquel final homoerótico sirve de puerta a una idea que me aqueja hace un tiempo (sí, porque el no poder plasmar una idea es lo más parecido a una contracción pre-parto).
Amigos carne y uña, culo y calzón, almas gemelas, y la mujer del medio. Almas gemelas, tan igualitas que no pueden sino desear a la misma mujer. Mujer que se parece más bien a ese desecho de células que se interponen entre la uña y la carne, a la pelusa entre el culo y el calzón. Mujer que está en el medio, porque siempre ha de haber algo en el medio de lo que no puede -o no debe- estar junto.
Los esquemas de esta relación tríptica suelen diferir en cada caso particular. Muchas veces se presenta como la ocasión de concretar aquello que el amigo no pudo, de transitar el mismo camino, de estar donde estuvo. Cierto mimetismo, cierto volverse uno en un contacto indirecto o en la concreción de la obra incompleta del otro. Porque aquella mujer no sería objeto de deseo si antes no hubiera sido objeto del otro. Y es el mismo acto de ser deseada por el par, aquello que la vuelve deseable. Pasa, entonces, el goce, por el roce con el cuerpo que fuera ya rozado y resignificado así por el otro.
La barrera. Moral, social. La mujer compartida, disputada, representa la extensión de un cuerpo que no puede -no debe- ser tocado. La verdadera fruta prohibida, el verdadero cuerpo prohibido, no es el de la mujer-del-amigo, sino el del amigo mismo. Si, en cualquiera de estos casos, sacáramos del medio a la Luisa en cuestión, Tenoch y Julio terminarían cogiendo. Y, el resto, es historia.

Buenas tardes.

martes, diciembre 02, 2008

Funny Face*

L. dice que necesita recuperar su cinismo y, entonces, me visita. Nos sentamos en el living. Revuelve dentro de su cartera y saca dos o tres películas que acaba de adquirir gracias al copiado pirata en serie (que ahora ha sido terciarizado, e incluye entrega a domicilio). Hay cuatro opciones. Al ser interpelada, las reduzco a dos. Hannah y sus hermanas, o La Cenicienta en París. Sé que prefiero la de Allen, pero aún así dejo que L. me cuente de qué trata la otra. "Es con Audrey, bla....". Ilusa, me la confundo con esa película de Audrey Hepburn en la que trabaja Gregory Peck, donde ella es una princesa europea que quiere conocer el mundo tal cual es, y el es un periodista norteamericano que se encarga de mostrarselo a la -siempre sobrevaluada- manera americana. Si hubiera hecho un pequeñísimo esfuerzo mental, tal vez me habría ahorrado el mal trago, recordando a tiempo que aquella película transcurría en Roma y no en París. Mas no.
Comienza la película y noto que el technicolor escandaloso que ostenta no es el adorable blanquinegro de Roman Holiday. "Evidentemente, es otra película", me digo. Lo cual confirmo frente a la ausencia del señor Peck en los títulos iniciales. Todavía no me había asustado del todo, hasta el momento en que, a los cinco minutos de haber empezado la película, hay un número musical. Detesto los musicales. Tolero algunos (Laberinto, por encima de cualquiera). L. festeja, ama los musicales. Escena siguiente, aparece en cuadro un ya cincuentón Fred Astaire. Eso me basta para dictaminar que la película será muy mala, y decido acurrucarme en el sillón para dormitar un rato. Antes de que empiece a conciliar el sueño, aparece Audrey. Y canta. Muy mal, canta. "No entiendo por qué no la doblaron, como hiceron en Mi Bella Dama", objeto, entrecerrando los ojos. Es sabido que Audrey era divina pero cantaba para el culo. En fin. Sin ganas de luchar contra la gravedad de mis párpados para apreciar ese bodrio, me duermo. Para ese entonces, L. también había notado que la película era decadente, y decide pararla para hacerse un café. Me despierto, y ella me avisa que va a pausarla un rato. Acuso un sueño terrible, para disculparme por la breve siesta. "No te preocupes, amiga, no te perdiste nada. No la paremos, mejor. Nos vamos a la cocina a tomar un café, y la dejamos correr...". La culpa de dejar una película por la mitad. Cuando volvemos, Fred está bailando con una manta roja en las manos. "No entiendo, porque baila como torero si está en París...", señalo. Hubo una época donde Encarta no llegaba a los estudios hollywoodenses. Finalmente, después de soportar los cuarenta minutos restantes, los vemos a Audrey -librera devenida en modelo- y a Fred -fotógrafo-de-modas ultramujeriego devenido en hombre-enamorado-de-una-intelectual- partiendo en una pequeña balsa, por un arroyo que bordea los jardines de un castillo medieval. La postal es edulcorada como el resto de la película, y con L. nos alegramos de que la tortura haya llegado a su fin.
A veces pienso, que si Fred Astaire no hubiera existido, nos habríamos librado de toda esa cadena de números de baile que hoy termina en las ensalzadas coreografías de Justin Timberlake. Y que, si Audrey tampoco hubiera existido (aunque la quiero un poco más que a Fred), Holly Golightly seguiría siendo tan genial y promiscua como lo fue en mi cabeza. Buenas tardes.

*Título original de La Cenicienta en París, Stanley Donen, 1957.