miércoles, mayo 28, 2008

Bruce no es sólo para Jerry McGuire

Tarea para taller de escritura. Relato con flashback y flashforward. A los flashes... Buenas trasnoches.

Son las seis y media. Manuel pone el auto en marcha y emprende el viaje hacia las oficinas de la productora. En el trayecto, la voz de Bruce Springsteen suena a todo volumen. Manuel canta, grita. Fuera del auto, los peatones lo observan cada vez que se detiene ante un semáforo. El hombre es un espectáculo. Un espectáculo de mímica desenfrenada. Después de las primeras diez cuadras, al detenerse nuevamente en un semáforo, Manuel advierte la mirada de los observadores ocasionales.

A los diez años, mientras cursa quinto grado en el colegio San Juan Bautista del Lasalle, se despierta por primera vez en Manuel el miedo a las miradas intrusivas. Una mañana, después de haber pasado el mejor día de cumpleaños de su corta historia, habiéndose comido una torta entera de nuez y ralladura de limón, se levanta con un leve malestar. Ruega y suplica a su madre que lo deje quedarse en casa, pero es inútil. En el recreo de las nueve y cuarto, se sienta en una esquina del patio, lejos de todos sus compañeros. De a ratos, una puntada en su vientre alerta sobre la proximidad de una catástrofe. Manuel, asfixiado por un sofocón de calor, controla los espasmos presionando las rodillas sobre su abdomen, emulando una posición fetal que comienza ya a atraer las miradas del resto de los chicos. Al cabo de unos segundos, dominado por un sinfín de retorcijones acuciantes, se pone de pie y corre hacia el baño. Mira de reojo para asegurarse de ser el único en el lugar, entra a uno de los cubículos individuales y cierra la puerta de inmediato. Un estruendo descomunal, y Manuel siente que en aquel estallido de placer se le va la vida. Afuera, las voces de los chicos que juegan en el patio se van apagando de a poco. Manuel supone que el recreo terminó e intenta ponerse de pie, pero su labor en aquel inodoro aún no ha llegado a su fin. De repente, sobre su cabeza comienzan a volar pequeñas bolitas de papel ensalivado. No alcanza a levantar la mirada, cuando empieza a sentir las risas de sus compañeros, trepados a la pared lindante con el cubículo vecino, observándolo desde arriba. De la vergüenza, se deja caer en el hueco del inodoro, ensuciando su uniforme.

El semáforo está en verde, las bocinas de los autos que están detrás, despiertan a Manuel, que pisa el acelerador de inmediato. La mímica se detuvo. Bruce sigue sonando, a todo volumen, pero ahora sólo es acompañado por un tímido movimiento de labios. Durante los diez minutos restantes hasta llegar a la productora, Manuel habla por teléfono con su mujer. Le cuenta lo ocurrido hace un rato, y ambos estallan en carcajadas. Ya no es aquel chico. Porque existe Clara, Manuel no es aquel chico.

Llega a la productora cinco minutos más tarde de lo previsto. Un margen de impuntualidad que pasa desapercibido para el resto, pero es insoportable para él. Martín, su productor, lo recibe en la puerta. Manuel estira su brazo y lo saluda dándole una palmada en la espalda. Martín devuelve el saludo con un beso en la mejilla izquierda. “Siempre pensé que eras un poco raro”, ironiza Manuel.

Contra sus percepciones, dos años después de esa visita, Martín se convierte en padre del primer hijo de Clara. Habiéndola acompañado durante todo el duelo y eventos varios, entablan una relación de confianza que se sostiene, en un principio, por las frecuentes reuniones en torno de las regalías que la viuda debe cobrar sobre la obra póstuma de Manuel. Con el correr de los meses, las visitas se van alejando del propósito inicial, y adquieren poco a poco un matiz afectivo. Al año, Martín abandona su morada de soltero y se muda al departamento de Clara. Revisando un cajón del armario que solía pertenecer a Manuel -y que había quedado intacto por orden expresa de su mujer-, Martín encuentra un sweater azul, que aún conserva la etiqueta puesta. Se lo prueba, y lo lleva puesto esa misma noche, mientras celebran el inicio de la convivencia. También lo lleva puesto en otras dos ocasiones: tres meses más tarde, al proponer matrimonio a Clara en el baño del departamento, luego de haber visto juntos las líneas positivas del test de embarazo; y nueve meses después, en el nacimiento del primogénito de ambos.

Manuel se limpia el beso de la mejilla. La reunión es breve, una excusa para un pequeño e íntimo brindis pre-estreno. Una hora más tarde, Springsteen vuelve a sonar a todo volumen en el Peugeot 307. Olvidando lo ocurrido en la ida, Manuel vuelve a su playback desgarrado al ritmo de I wish I were blind. En sus labios pueden leerse las estrofas del estribillo:

“We struggle here/ but all our love’s in vain/ Oh these eyes that once filled me with your beauty/ Now fill me with pain/ And the light that once entered here/ Is banished from me/ And this darkness is all baby that my heart sees (...)/ Oh I wish I were blind/ When I see you with your man...”.

Peleamos acá/ pero nuestro amor es en vano/ Estos ojos que una vez me llenaron de tu belleza/ ahora me llenan de dolor/ Y esa luz que una vez entró aquí/ ahora es prohibida para mí/ Y esta oscuridad, nena, es todo lo que mi corazón ve (…)/ Desearía ser ciego, cuando te veo con él…

domingo, mayo 04, 2008

Cuadrilátero

Veamos. ¿Cuántas son las probabilidades, para un ser humano cualquiera -exceptuando a los profesionales del box y deportes afines, en todas sus categorías-, de verse arrinconado en una esquina? ¿Cuántas, cuántas son, tratándose en particular, de una esquina abierta? Una esquina de puntos de fuga que se prolongan in eternum, una esquina que despliega una multiplicidad de vías favorables a la estampida.
Datos estadísticos resaltarían que la probabilidad de tal acontecer, se vería exacerbada, especialmente, en aquellas latitudes donde la brecha entre pobres y ricos haya elevado las tasas de marginación social a cifras propensas al estallido de prácticas violentas. Mas no es ese el tipo de arrinconamiento al que intento referirme.
El humilde -no por ello, menospreciable- alcance de mis reflexiones, me acerca más a la idea del arrinconamiento asociado a un encuentro fortuito e impensado. Encuentro de quienes no se buscan (o, al menos, en el plano de la conciencia discursiva, no pueden dar cuenta de la búsqueda). Encuentro que se produce al azar, casi por designio astrológico, en una esquina del barrio porteño de Recoleta, en un día y horario en los que no se cruzarían ni las calles. Día y horario en el que jugando- feliz y contenta- con la tijera rosa, detuve a tiempo mi marcha hacia atrás y evité, milagrosamente, el filo de una más peligrosa. Volteé, ignorando el peligro que me circundaba, y lo vi. El tiempo se detuvo unos segundos para que lo observara, incrédula, de pies a cabeza. Efectivamente, la campana, el último round. Arrinconada. Sí. Otra vez, como hace poco. Otra vez. La tijera rosa en mano no fue suficiente para sortear la duda ni la poca velocidad de reacción. Ni eso, ni la lengua larga. Malintencionadamente, larga; reprochablemente, larga. Un largo, aparentemente, a prueba de tijeras.
Nuevamente, razones todavía sujetas a sendos análisis por venir, la probabilidad no fue pájaro en mano. Quizás los cien volando me sientan bien. Después de todo, encuentro de quienes no se buscan, no es encuentro al fin. Buenas trasnoches.