domingo, octubre 28, 2007

De-vota

Finde electoral. Primera vez en una elección presidencial. Tumulto. Esa gente de mi barrio que se vuelve tan lúcida cuando se la expone a situaciones límites como: "¿¡Oh, tengo que esperar hora y media para votar!?". De repente, gritos del estilo "¡Quiero votar, quiero ejercer mis derechos!". Y entre tanto afán de civismo febril, lo único que ruego es que alguien les regale al menos una neurona por metro cuadrado, o en su defecto, que la justicia redistributiva obre de forma tal que los metros que posean sean proporcionales a la materia gris de la que hacen gala, y entonces, quizás el mundo -seamos ambiciosos-, se vuelva un lugar más justo. Buenas noches.

martes, octubre 23, 2007

Un cuento que se queda sin princesa

A M.D., con el más profundo de los cariños

Porque tenías la edad de mi hermano.
Porque te llamabas como yo.
Porque eras hermosa y lo seguirás siendo, por dentro, por fuera, por donde sea que se mire, donde sea que estés.
Porque saber que así - de repente-, todo se escapa, es un baldazo de agua fría; y la brevedad de la vida es terriblemente injusta cuando se trata de niñas maravillosas.
Porque todavía me acuerdo de los recreos eternos en el patio de baldosas naranjas, en los que a los 10 añitos me confesabas que morías de amor por mi hermano y yo pensaba que ibas a ser la mejor cuñada que pudiera tener, o al menos, la que yo hubiera elegido desde el primer día.
Porque eras un sol, tocaya, y tu partida tan pronta e inexplicable, me deja sin consuelo.
Por los tiempos compartidos, sabe Dios que me quedo con el mejor de los recuerdos.

martes, octubre 16, 2007

Adiós a las Balenciaga

"Cuando sé que tengo la culpa, no me lo perdono" dijo alguien al pasar, en el subte. Amar es nunca tener que pedir perdón. Sin embargo, pido perdón por haberme enojado con ellas esta mañana, cuando se salieron del estuche, exponiéndose a los potenciales agresores que en el fondo de mi maxibolso se repartían entre llaves y lapiceras. Cuidadosamente en ese momento, volví a ponerlas en su improvisado estuche como se guarda a un niño frente a los agresores externos, creyendo que así no abandonarán jamás el espacio de nuestro abrazo protector.

Heredadas; una reliquia de esas que se atesoran no por su mero valor estético o el poder de la marca, sino por la carga afectiva que se les adjudica. Que fueron de mi abuela o de mi tía, que la primera las compró en París para regalárselas a la segunda, y que -veinte años después- tras revolver cajones de trastos viejos, llegaron finalmente a mis manos cual si me fuese legada la tarea de escribir una página más en su historia. Cada vez que portaba las "vintage" Balenciaga, reconstruía la historia familiar, acrecentando el mito, volviéndome una voz más en esa melodía coral que componen los lazos familiares. Porque esas gafas, en su línea sucesoria, hermanaban la biografía de mi tía y mi abuela con la mía. Porque así como en la composición genética de nuestros rostros el considerable ancho de nuestras frentes es una marca que nos liga, nuestra afección por estos artículos de colección sella definitivamente el vínculo que se extiende más allá de lo sanguíneo.

Cuando esta tarde, buscando cualquier otra cosa, manotée al interior del bolso y encontré el estuche vacío, sin rastros de mis Balenciaga, se me anudó la garganta. Dios mío, por qué me han abandonado, pensé. Cegada por una angustia incontenible, busqué una y otra vez, al borde de las lágrimas, hasta darme por vencida.

Asumir la pérdida de lo material como la cristalización de lo que inevitablemente se pierde en una familia con el paso de los años. Porque las distancias que nos separan, en complicidad con la geografía, suelen alejarnos del entramado que nos dio origen, y uno se cree tan distinto -tan ajeno- que portar una simbólica insignia familiar es la proximidad más aprehensible con aquellos a quienes hemos abandonado en el camino. No duele perder una combinación de acrílico y cristal adquirida allá en la Europa de los ochenta. Lo que duele, entonces, es perder eso que muchas veces es denominado peyorativamente como simple "anécdota". En mi caso, el poder de la anécdota significaba que, cada vez que fuese interrogada por el origen de las gafas en cuestión, se me presentase la oportunidad de evocar a aquellas extraordinarias y queridas mujeres que me precedieron en su uso. Al fin y al cabo, lo que verdaderamente duele es que, por un descuido absurdo, nuestras vidas ya no estén empalmadas por ese objeto de colección, objeto de una belleza inapreciable ante los ojos de quienes desconocían su pasado.

Todavía tengo la suerte de tener un segundo par, archivado en un cajón. Será cuestión de reemplazar los cristales -un tanto deteriorados por la humedad, el tiempo- y empezar de nuevo. Se les parecen bastante, pero no son las mismas. Nosotras, tampoco. Cuando sé que tengo la culpa, no me lo perdono. Tristes, tristísimas noches.

jueves, octubre 04, 2007

Al Beldent

Ahí yo, con mi boca abierta en un ángulo de casi 180 grados. Mirándola. Sus arrugas diciéndome todo el sol del que ha abusado. V es como una tía, tiene exactamente el dejo de locura que todas mis tías tienen. (Es más, apenas alguna amiga de mamá deja entrever ese lugarcito en el que le patina como piso recién encerado, empiezo a llamarla "tía".) La conozco desde los seis o cinco, y desde aquel entonces no hace más que elogiar mis dientes, aunque sé que es sólo para poder cobrarme todo arreglo el triple de lo que vale, bajo la excusa de "Tenés una dentadura... hay que cuidarla". Sin contar, que se jacta de ser una gran amiga de mamá y hasta me quiso de nuera. Somos íntimas. Tenemos esas charlas geniales en las que mientras me está perforando un molar, me cuenta lo que hizo el fin de semana o me pregunta si me gustan los aros que se puso, a lo que debo contestar con un terrible esfuerzo de gesticulación, evitando tragarme los algodones, para que ella finalmente me diga "No, ¡no te me muevas!" y me rete porque moví todo (¡¿?!). De a poco voy acostumbrándome a escucharla monologar, o hablar con su asistente, y a guardarme todo comentario para el final, cuando me tengo que ir rápido, porque llegó el paciente del turno siguiente.

Ahí estaba yo hoy, con un calambre maxilar supremo, mientras ella -torno en mano- hablaba de que se había encontrado con no-se-quién en no-sé-dónde y que tenía el mismo perchero que ella había comprado para su consultorio nuevo, a lo que yo, en un revolear de ojos magistral, ojeé el perchero, y la tía V -que todo lo ve- dijo "Mirá Mili, ya me está ojeando el perchero". Capta la mirada como nadie. Un gesto de dolor, de sorpresa, todo en un abrir y cerrar de ojos. Hay V, si fueras hombre, las palabras que me ahorraría. En fin, después del perchero, vino la charla con la asistente. "El sábado es la noche de los museos..." - torno- "... E quiere ir, pero yo le dije que quería ir al casamiento del hijo de X,"- tiene un gusto re feo, enjuagate; yo, me enjuago y escupo- "...entonces quedamos en que me acompaña a la ceremonia y yo lo acompaño después a recorrer" - a ver, abrí bien que es muy posterior- "Y no sabés, me quiero poner una musculosita con un brillo, divina, y unos zapatos gris plata, que no sabés" - me empieza a enchufar algodones hasta en la oreja- "Pero, después, así vestida, a recorrer... no sé" -listo, escupí; yo, escupo otra vez. Su asistente se queja de los hombres arriba de cincuenta que sólo buscan pendejas. V dice que no lo entiende, que un hombre de sesenta no puede seguir esos ritmos. Y habla del suyo. "Nosotros, con E, somos así, treinta y dos años de casados, re compañeros..." - a ver, cerrá, ¿cómo mordés?; yo, cierro, perfecto, le digo- "...el fin de semana, agarramos el auto, nos llevamos un matambre que nos había dejado preparado la muchacha, y nos fuimos de picnic a San Isidro". Me mira, buscando aprobación. RE cancheros, le digo. Ella, chocha.

No hay caso, no hay. Es la mejor de todas. Por ella ya no como chicles. Sólo por ella. Buenas noches.