Casa Ñanta
Cuando estoy aburriéndome hasta los cordones, imagino que vuelvo a Casa Ñanta. Sin cerrar los ojos, mirando sin ver, viajo hasta aquel rincón que en su aparente familiaridad no deja de parecer fantasmal e impenetrable. Como esas cosas que, en sueños, tuvimos en las manos con la certeza de que eran nuestras, y cuando las vemos alejarse pareciera ser que jamás nos pertenecieron estando despiertos. Recordar Casa Ñanta es caer en la incertidumbre de si se estuvo o no, en una suerte de cueva milagrosa, como aquellas donde los pastorcitos tenían revelaciones divinas al aparecérseles una etérea señora, envuelta en mantos virginales. Una experiencia religiosa, diría Enrique Iglesias. Una experiencia irreproducible, innarrable, imposible de ser compartida sin el riesgo de ser catalogada como mera alucinación, pero que devolvía al fín el sentido a ese montoncito de vidas pobres y sumisas, entregadas hasta el momento al inevitable destino del desamparo rural y atrasado. Saben los que me conocen que de rural tengo poco, a no ser las quince o dieciséis cuadras que me separan geográficamente de la Sociedad Rural, sita en el barrio de Palermo. El desamparo del que me rescata Casa Ñanta es aquel propio de una adolescencia tardía, de planteos típicos de tiras juveniles a lo Cris-Morena-Group, de preguntas del rango del Quién soy, Adónde voy, De dónde vengo, el desamparo que va de la mano de la afirmación de la existencia. Es que aquella noche, mientras escuchaba a un hombre-orquesta colombiano interpretar desgarradoramente las notas de Silvio Rodríguez, estando rodeada por personas que se combinaron como eslabones únicos e insustituibles, haciéndome creer que nadie podía haber encajado mejor que ellos en ese instante de comunión horizontal, yo la vi. Envuelta en mantos virginales y etéreos, la vi. Vi la vida que quería vivir; vi el amor que quería desesperademente tener, y, por qué no, dejar de tener, si es que eso me auguraba algo de paz. Entonces gritaba, desenfrenada, "Ojalá pase algo que te borre de pronto...", al borde de las lágrimas, pero en el fondo no hacía más que nadar en júbilo (es menester mantener un vocabulario propio de las experiencias sacras). El júbilo de saberme de carne y hueso, deseando tanto algo como para cantarlo a los gritos, con esa entonación diafragmática que sale desde lo más profundo de nuestras humildes existencias, porque la vida me parecía un mundo perfecto y realizable, plagado de sentido, aunque todavía estuviese flotando en la nube sagrada y efímera de Casa Ñanta.
Debo reconocer que nunca me gustó mucho Silvio Rodríguez, que nunca más volví a ver a varios de los allí presentes y que, probablemente, aquella noche haya consumido más de una sustancia que podría haber alterado significativamente mi percepción de lo real, acentuando el estado de ensueño propio de las primeras experiencias mochileras; pero, aún así, Casa Ñanta es y será siempre, mi refugio más efectivo contra el contagio de los días.
A tu salud, donde quiera que estés, sueño mío. Buenas noches.