Manón
Tenía cinco años, estaba en preescolar. Salita verde. Sentada en un rincón del patio, mientras todos jugaban, cual temprano síntoma del autismo -o más bien, del premeditado egoísmo - que me caracterizaba, metía las manos en el bolsillo delantero de mi delantalcito azul y colorado, y empezaba a abrir el paquete de manón que mamá me había dado para la merienda. Verán, esto era casi un atentado contra la moral colectiva que intentaba imponérsenos en el jardín de infantes al que concurría, donde comer era un ritual compartido en el aula, en el que todos nos sentábamos alrededor de una gran gran mesa, poniendo nuestras galletitas, alfajores y demás en el centro, como invitación a un sano comunismo de pares. Ahí estaba yo entonces, en el recreo, sentada lejos de todos, comiendo las manón a escondidas, a deshora, partiéndolas en pedacitos minúsculos, vigilando que las maestras estuviesen mirando para otro lado, para así poder llevarme los pedacitos de mi bolsillo a la boca sin ser descubierta. Luego sobrevenía un sentimiento angustioso. La culpa. Culpa de ser tan angurrienta, de tener el bolsillo lleno de migas. Culpa de no poder, no querer, compartir mis galletitas ni el placer de la comida. Con solamente cinco años en mi haber, comenzaba a experimentar la amarga sensación de ser "la peor de todas". No podía evitarlo. No podía evitar la compulsión a repetir el mismo acto una y otra vez. Después, subirme a la calesita, que alguien con mucha fuerza tomara el volante, y lanzar mi pecado sobre el delantal. Las consecuentes miradas, que tanto me había ocupado de evitar. Miradas de asco. El olor. El dolor de panza. La culpa otra vez. Egoísta y sucia. Y encima, por sobre todas las cosas, terriblemente mala a la hora de ocultarlo. Buenas noches.