viernes, junio 29, 2007

Manón

Tenía cinco años, estaba en preescolar. Salita verde. Sentada en un rincón del patio, mientras todos jugaban, cual temprano síntoma del autismo -o más bien, del premeditado egoísmo - que me caracterizaba, metía las manos en el bolsillo delantero de mi delantalcito azul y colorado, y empezaba a abrir el paquete de manón que mamá me había dado para la merienda. Verán, esto era casi un atentado contra la moral colectiva que intentaba imponérsenos en el jardín de infantes al que concurría, donde comer era un ritual compartido en el aula, en el que todos nos sentábamos alrededor de una gran gran mesa, poniendo nuestras galletitas, alfajores y demás en el centro, como invitación a un sano comunismo de pares. Ahí estaba yo entonces, en el recreo, sentada lejos de todos, comiendo las manón a escondidas, a deshora, partiéndolas en pedacitos minúsculos, vigilando que las maestras estuviesen mirando para otro lado, para así poder llevarme los pedacitos de mi bolsillo a la boca sin ser descubierta. Luego sobrevenía un sentimiento angustioso. La culpa. Culpa de ser tan angurrienta, de tener el bolsillo lleno de migas. Culpa de no poder, no querer, compartir mis galletitas ni el placer de la comida. Con solamente cinco años en mi haber, comenzaba a experimentar la amarga sensación de ser "la peor de todas". No podía evitarlo. No podía evitar la compulsión a repetir el mismo acto una y otra vez. Después, subirme a la calesita, que alguien con mucha fuerza tomara el volante, y lanzar mi pecado sobre el delantal. Las consecuentes miradas, que tanto me había ocupado de evitar. Miradas de asco. El olor. El dolor de panza. La culpa otra vez. Egoísta y sucia. Y encima, por sobre todas las cosas, terriblemente mala a la hora de ocultarlo. Buenas noches.

viernes, junio 22, 2007

La pasión

Bajé del parcial con el estrés a cuestas. Desneuronada. El camino escaleras abajo, un calvario. En el descanso entre piso y piso, un olvido más. Un desliz. Planta baja. Otra vez ahí, parado él, como una visión redentora. Seguí de largo, aunque mas no sea por mantener el recuerdo intacto. No habrá más penas ni olvidos. Buenas trasnoches.

domingo, junio 17, 2007

Hoy justo hoy

Me acordé, no importa. No molesta en absoluto, es nostalgia solamente. Que esperaba otra cosa, seguro. Siempre espero otra cosa de las cosas como espero ser otra frente a otros. Como los mitos en los que los hijos de los dioses son arrojados al mundo para volverse hombres, me arrojé sin ser a lo que ya era finito y mortal. Nadie me advirtió en aquel momento, que la eternidad se perdía en el camino. Buenas trasnoches.

martes, junio 12, 2007

The Fog

Que te vayas. Que ya no puedo ver por la mañana. Vos rodeándome tan húmeda, chocha, histérica. Y yo sin saber qué hubo antes, qué habrá después, de esa nube pegajosa y espectral. Por qué no lloverá de una vez, por qué no vendrá un viento huracanado a arrasar ese Buenos Aires que se impregna de tu olor. Porque olor a niebla es como gusto a agua. Un embole. Buenas noches.

martes, junio 05, 2007

Los ritos

"Tres horas más tarde, los naranjales dorados y el peculiar olor a podrido de la refinería que han hecho a la entrada del pueblo me hicieron olvidar los muñequitos. Venía pensando en ellos, en tu costumbre de ordenarlos a tu modo: un caballo de mar junto a la geisha; la tortuga de caparazón de nuez fingiéndole -jurándole, decías vos- amor eterno al samurai de la enorme maza; una miniatura de Balí, tallada a mano, dejándose cortejar por cualquier kokeshi de cincuenta pesos, todos en el más heterodoxo desorden, sin el menor respeto por las leyes de la perspectiva, las jerarquías, la unidad de estilo o la Lógica, pero amándose." (Los ritos, Abelardo Castillo)

Anoche leí ese cuento, en el que Virginia acomoda a puro instinto los muñequitos de un intelectual de medio pelo, revolucionándole la vida en una repisa. Esta mañana, me desperté, me levanté, y cuando me dispuse a sacar las sábanas de mi cama para ponerlas a lavar, encontré una langosta muerta. ¡Una langosta! Nunca ví una viva, y aparece una completamente despojada de signos vitales en mis sábanas. De verdad, no sé cómo llegó ahí. Después de los malos chistes que hicieron en mi casa -léase, por dónde anduviste revolcándote, y demás-, me acordé de los hipocampos disecados de Virginia. Si hubiese guardado la langosta, si la hubiese disecado. Si hubiese podido venir Virginia, o quien sea, a ordenar mi repisa, a revolucionarme la vida. Buenas noches.